“La lealtad tiene un corazón tranquilo”

William Shakespeare

Esta, quizás, sea una reflexión un tanto polémica.

Desde pequeños nos han inculcado que uno de los valores fundamentales en una persona es la lealtad. Se trata de un valor muy apreciado por todas las civilizaciones humanas.  Lo vinculan al honor, al compromiso con la palabra empeñada, el patriotismo y la gratitud.  En general se aprecia de manera muy fuerte, a aquellas personas que, con independencia de las circunstancias, se mantienen fieles a una causa: la familia, amigos, pareja, la bandera de un país, los colores de un equipo, una empresa, etc.

Sin embargo, no reparamos en pensar que precisamente al darle tal importancia a la lealtad y aferrarnos cual estoicos, probablemente nos esté limitando.  Y ¿por qué digo esto? Porque precisamente nuestros gustos e ilusiones evolucionan.  Es algo inherente a nuestra naturaleza como seres humanos.  Y si nos aferramos a esa noción de lealtad, quizás nos autoflagelamos. Aquí radica mi rebelión ante el concepto.

Iniciemos hurgando el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española para buscar la definición de lealtad: “dícese de cumplir con las normas de fidelidad, de honor y hombría de bien”.  Como podemos apreciar, ya está inmerso el condicionamiento de valor al mencionar “hombría de bien”.

La lealtad tiene que ver con un sentimiento de fidelidad y respeto hacia una causa, principios morales o compromisos hacia algo o alguien.  Es sinónimo de nobleza, rectitud, honradez, honestidad, entre otros valores morales y éticos que permiten desarrollar fuertes relaciones sociales y/o de amistad donde se crean vínculos de confianza sólidos y automáticamente generan respeto en los individuos. Eso está muy bien y no tengo nada contra ello.

Sin embargo, por encima de todo está la lealtad a uno mismo.  Cuando se pasa por encima de lo que uno desea, la lealtad se convierte en traición a uno mismo; en una camisa de fuerza que impide la libertad.  Lo que afirmo, es que se debe tener claridad que la lealtad ante algo o alguien, no es un axioma fijo, infinito y para siempre; la lealtad migra y está bien.  Y romper dicha lealtad no debe ser considerado jamás como perjurio.

Hemos comentado antes que en la vida hay únicamente dos certezas: la muerte y el cambio.  Si estamos de acuerdo con esto, lo segundo es lo que precisamente hace que jurar lealtad a algo o a alguien, sea una promesa complicada de cumplir.  Los seres humanos evolucionamos y migramos de gustos, de sueños e ilusiones, y por ello, el prometer lealtad nos condiciona y limita y, por consiguiente, el cumplimiento de dicho compromiso puede llegar a convertirse en seria incomodidad y fuerte obstáculo a nuestra autonomía.

Lealtad inamovible e infinita es únicamente aquella que se ofrece a uno mismo, a sus principios y valores; y como ya lo dije anteriormente, estos migran, pues somos seres en constante evolución y cambio.  Solo así podremos ser íntegros, libres y congruentes con nosotros.

Piense por un momento en todos los amigos que hemos dejado atrás, simplemente por el hecho de que evolucionamos y encontramos personas que son más afines a nosotros actualmente.  O las parejas que por diversas circunstancias se separan.  Yo soy una de esas.  O las personas que cambian de religión, o de colores de equipos, o encuentran el amor por una patria nueva que les ha acogido con cariño.  Todo esto no puede ser considerado deslealtad; más bien sería una traición para con nosotros mismos. Por eso digo, allá usted si quiere complicarse la vida prometiendo lealtad infinita.  Le invito, más bien, a que haga consciencia de a qué le es fiel y por qué, y ojalá llegue a las razones correctas.

Considere que, por nuestra formación, cargamos con creencias limitantes que amarran.  Le sugiero como ejercicio, que se aleje un poco de ellas y las vea en perspectiva; quizás se daría cuenta de lo espectacular que pudiera ser dejarlas atrás y construir sobre creencias nuevas, esta vez, expansivas.  Por ejemplo, para nuestra sociedad, el “qué dirán” es muy eficiente para nulificar el pensamiento de las personas y dejarlas en una aparente postura cómoda, siendo este un axioma que nada aporta y es, en muchos casos, la aceptación tácita de algo que no nos gusta.  Aferrarse al “qué dirán” restringe nuestra felicidad y libertad.   Si somos conscientes, coherentes y valientes, lo debemos afrontar para ser felices.  Vivir desapegados al “qué dirán” es, sin duda, una aventura que hace nuestros días más felices, flexibles y amables.

Por todo ello, pienso que la lealtad como valor, es una virtud que se desenvuelve en nuestra consciencia, en el compromiso de defender y de ser fieles a lo que creemos y en quién creemos.

Muchos de los que me leen asumo que son católicos e imagino han asistido a alguna boda donde los novios dicen una frase que, de modificarse y referirse a uno mismo, Al Chile que sería maravillosa: “… prometo serME fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad y amarME y respetarME todos los días de mi vida…”

“Lealtad: una voluntad, una decisión, una resolución del alma” Pascal Mercier